A penas pudimos dormir pensando que debíamos levantarnos a las 3 de la mañana y recorrer un trayecto que no se veía muy seguro a esa hora, por lo que reservamos un taxi para que nos llevara. Afuera en la calle los autos pasaban interminablemente y muchos de sus conductores parecían padecer de esa comezón que comenzamos a ver en Huacho y que sólo podían aliviar tocando la bocina continuamente.
Antes de la hora convenida estábamos ya de pie, aún no era tiempo de resentir el cansancio del viaje. Unos minutos antes de las 3 y media el taxista había hecho su arribo al lobby del hotel y nos llamaron para que nos llevara al aeropuerto.
En 10 minutos estabamos de nuevo deambulando en las salas de la terminal aérea de Lima, yendo de un lado a otro y sentándonos a ratos con impaciencia hasta que finalmente hicieron el llamado a que nos presentáramos en el punto de embarque; como el avión no era muy grande tuvimos que abordar esos autobuses que llevan a uno al rincón del aeropuerto para subir a la aeronave por una escalera, algo que personalmente me gusta más que abordar por los gusanos directo de la sala.
El vuelo fue uno de esos recorridos de ensueño que pocas veces se viven, cada asomo al horizonte era una imagen diferente y la vista cambiante evocaba en mí una sensación de embelezo que sólo en una ocasión había sido tan fuerte: aquella vez un año antes en que luego de pasar un atardecer apoteósico junto con mis compañeros de viaje tirados en un playón del río Usuamacinta y lejos de todo, habiendo regresado triunfantes de nuestra difícil búsqueda del sitio maya de Tecolote, Guatemala. Las historias y anécdotas fluían al igual que el majestuoso caudal del río que teníamos en frente. Y aún después de todo el encanto del paisaje que nos invitaba a acampar ahí mismo para no irnos, llegó por nosotros la lancha que habíamos rentado y nos llevó sobre las aguas y entre la oscuridad por los cañones y los rápidos que en otras épocas del año son temibles, pero no entonces; rodeados por las siluetas fantasmales de los árboles de la selva y mil sonidos nocturnos, la bruma difuminando los contornos; y al girar siguiendo la corriente, la luna apareció magnífica a nuestras espaldas. Y nadie hablaba, parecía que nadie podía despegar los labios para no manchar el momento con palabras que se quedaban cortas, sólo el sonido del motor razgaba el manto sedoso que la escalofriante belleza
de la noche hacía flotar sobre nosotros. Incluso sobre aquellos temibles rápidos que ya viejos exploradores habían recorrido con gran peligro, parecía que no era tan malo morir ahogado en una tumba tan hermosa...
Así era mi sentir mientras miraba por la ventanilla a los majestuosos Andes, sin duda la cordillera más imponente de América. Los picos escarpados se sucedían uno tras otro hasta llenar el horizonte a penas unos minutos después de haber volado directo sobre la costa, parecía como si entre ellos compitieran por alcanzar el cielo que se presentaba completamente azul y surcado de nubes que parecían ser los brazos extendidos de las cimas nevadas o el reflejo de las mismas sobre un espejo montado en el horizonte.
Cada valle, cada pliegue en las laderas de las montañas, cada mancha blanca de nieve hacía que de un momento a otro la imagen fuera completamente diferente a la anterior.
Me gusta observar al espacio y tratar de imaginar que tan grande es, para después mirarme a mí mismo y reconocer que soy menos que un grano de polvo que flota en un océano grandioso, y si se quiere, terrible. Pero esa no es una comparación justa, pues el universo es demasiado aplastante y me hace ver bastante más que insignificante; en cambio, observando éstas grandes montañas que se presentan a la vista tan poderosas pero tan tangibles, evocan en mí el pensamiento de que en efecto soy sumamente diminuto, pero aún con mi alcance tan bajo, puedo ir y venir como si fuera una pulga en un elefante; y cada rincón diferente con el que me encuentro es un fragmento distinto de un todo que es mucho más grandioso que lo que yo puedo imaginarme, y más bello... Y yo soy un amante de la belleza.
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